Por Paula Frederick
Corría el lejano año 2000 y Pantaleón y las visitadoras desembarcaba en las salas de nuestro país, dejando a su paso una estela de expectativas. Aunque el tiempo a veces distorsiona la memoria- y 17 años no han pasado en vano- recuerdo que la película del director peruano Francisco Lombardi nos revolucionó como espectadores; por ese entonces, el cine latinoamericano a nivel masivo aún estaba en fase de despegue, eran los tiempos de El Chacotero Sentimental y del llamado “destape del cine chileno”, con un público que empezaba a pagar su entrada para ver películas habladas en español y dejarse reflejar en la pantalla grande. La historia del capitán Pantoja perdido en el Amazonas calzó perfecto en este contexto efervescente, al traer un cine fresco que se riera de nosotros, de nuestra sociedad, personajes e instituciones y al mismo tiempo fuera capaz de entregar una denuncia soslayada, disfrazada de humor.
Basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa -quien en 1975 dirigió la primera versión cinematográfica, un fracaso de taquilla que significó el debut y despedida del Premio Nobel de Literatura como director de cine- la película nos cuenta las peripecias del capitán Pantaleón Pantoja, circunspecto, moralista y militar hasta la médula, quien debido a su comportamiento ejemplar es enviado junto a su esposa a cumplir una misión ultra secreta en la selva Amazónica: suministrar un servicio de prostitutas o “visitadoras” a las tropas confinadas, para así calmar los instintos “salvajes” de los soldados y disminuir la ola de violaciones en la zona. Poco a poco la exigencia, el calor, las tentaciones y las presiones del entorno hacen que el respetable capitán Pantoja empiece a sudar demasiado, a desbordarse como un río y a perder el control.
Con esa historia fresca en mi memoria, y cierto temor al desencanto de la segunda vez, volví a ver la película. El reencuentro con la llamada “Pantilandia” despertó en mí los mismos sentimientos entusiastas que en el lejano 2000: volví a reírme hasta las lágrimas, a aplaudir el lenguaje hilarante de la correspondencia del capitán con el ejército, a admirar los paisajes amazónicos y odiar, como todas, a la famosa “Colombiana”, esa melenuda con cara de “yo no fui” que se transformó en uno de los símbolos sexuales más transversales de Latinoamérica. Y aunque el paso de los años me ha vuelto más quisquillosa frente a ciertas cosas -como la abundancia de clichés del género, las escenas demasiado edulcoradas y la exaltación casi a niveles indignantes de la mujer como objeto- descubrí que la obra de Lombardi era mucho más que parajes y melenas exuberantes, colores, risas o sátira social.
Pantaleón y las visitadoras es una película que maneja diversos niveles de lenguaje cinematográfico y los confronta con fluidez. La narración se sustenta en el contraste entre el discurso -hilarante y absurdo como en las cartas de Pantaleón al ejército, letrado y moralista como las transmisiones radiales del “Sinchi” o conciso y determinante como la declaración final en televisión del General Collazos- y la realidad. Los comunicados del Ejército, llenos de malabares lingüísticos y eufemismos, se contraponen a los hechos que salen inevitablemente a la luz, así como los mensajes del Sinchi, que hablan de moralidad, respeto por las mujeres y actitudes intachables, se desvanecen mientras la cámara enfoca el afiche de una chica semi-desnuda en el estudio del locutor radial. Esta contraposición entre lo que “se dice” y lo que “ se hace” – algunas veces sutil, otras demasiado evidente- es a fin de cuentas un arma que juega a favor de la película, enriquece su humor, acentúa la crítica social de un país demasiado apegado a sus instituciones y subraya lo incongruente que puede llegar a ser la naturaleza humana.
Con el sudor nublándole la vista y una guayabera que no le queda cómoda, el personaje de Pantaleón representa esa contradicción vital, mientras entra en ebullición como las calles de Iquitos y se transforma en todo lo que antes repudió. “Yo no puedo ser mi propio jefe, solo sirvo para recibir órdenes y ser militar” dice en un arranque de lucidez, aferrándose a su esencia que al final es lo único que lo mantiene a flote. Como Don Panta, todo lo que lo rodea se revela vulnerable- sean personas, principios o instituciones- demostrando que no importa cuánto nos obstinemos en mantener una estructura o una idea de la realidad: probablemente nuestra naturaleza siempre ganará la partida.
País: Perú
Año: 1999
Director: Francisco J. Lombardi
Elenco: Salvador del Solar, Angie Cepeda, Mónica Sánchez, Pilar
Bardem, Gianfranco Brero, Gustavo Bueno, Carlos Kaniowsky, Sergio Galliani,
Tatiana Astengo, Tula Rodríguez
Duración: 137 minutos
Género: Comedia
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